Me confieso: soy adicta. Aunque no estoy en un grado tan avanzado de adicción como algunos de mis compañeros. Y el problema de los adictos como nosotros es que no lo vamos a dejar aunque digamos que lo haremos... porque en el fondo no queremos. Nos gusta ese estado de euforia que obtenemos cuando le damos caña al asunto. Nos sentimos bien por unas horas, hasta que se pasa el efecto y nos quedamos hechos polvo hasta el día siguiente que estamos deseando volver a meternos más, y más...
Y aunque caemos y recaemos dañándonos el cuerpo no podemos parar. Porque nos encanta; es nuestra máxima. A veces, en su más alto grado de engorile descerebrado sentimos que volamos por el aire unos merecidos segundos que en la mayoría de los casos acaba en un revolcón (a veces de un tipo, a veces de otro, depende de la técnica utilizada).

Este de arriba es un chute sano... pero el de abajo necesariamente me deja k.o. Demasiada dosis me temo.
No todo es polvo blanco y en ocasiones a los adictos nos gusta hacer cosas normales, como pasear por pequeños pueblos suizos con mucho encanto.
Nos colamos en casas ajenas normales para hacernos fotos con gnomos-tronco y trineos de madera (también normales).