En aquel día de bochorno insoportable, Julia daba vueltas por la casa como alma en pena, sin saber qué hacer. "Odio este calor", se repetía una y otra vez, mientras sus pequeñas manos, rechonchas como las de un bebé, jugaban con su pelo alborotado. Encendió la televisión, y como si de un saco de patatas se tratase, se lanzó hacia el sofá. No hay nada interesante. Apagó la tele, e imaginó cómo las historias improvisadas de su cabecita loca salían al exterior y se reflejaban en la pantalla.
Casi siempre historias con un final triste. No es que le gustase que acabasen mal, al contrario; es sólo que imaginar desgracias, ajenas o propias, o lágrimas cayendo a cámara lenta en el suelo de un salón alumbrado únicamente por las brasas de la chimenea le parecía mucho más fácil, que imaginarse a dos patos haciéndose arrumacos en el estanque de un parque soleado. Porque odiaba a Lorenzo. Retorciéndose en el viejo sofá, trató de buscar la postura más cómoda posible, mientras trataba de entender por qué el sol se asociaba a lo bonito, a la felicidad, a la alegría elevada a la enésima potencia. "La lluvia es mucho más versátil", se dijo.
Entonces, cerró los ojos y se sumergió en un húmedo atardecer otoñal, en el que las hojas más atrevidas comenzaban a desprenderse de su árbol, para aterrizar finalmente en el duro suelo, esperando, solitarias, a sus compañeras. Un día oscuro, con esa fina lluvia, casi imperceptible, que poco a poco te moja hasta las entrañas. Pudo ver entonces a dos jóvenes cogidos de las manos, acariciándose con los ojos. Ella, pelo moreno y rizoso, empapada hasta las pestañas, con el flequillo cubriéndole toda la frente, y las mejillas rosadas. Él, muchacho apuesto, con aspecto protector, le quitaba el pelo de la cara de vez en cuando, mientras le decía algún que otro tímido te quiero, pero no por ello menos valioso.
Sonrió. Cogió el libro que estaba leyendo desde hacía dos semanas (La tabla de Flandes), y se adentró en el mundo del arte, de caballeros y damiselas, de acertijos y ajedrez durante unos apasionantes... diez minutos, justo el tiempo necesario para terminar uno de los capítulos que había dejado a medias. Julia gruñó levemente, no estaba cómoda en el sofá, así que se levantó. Fue a la cocina, y abrió la nevera tratando de buscar inspiración en ese día tan común, aprovechando para sentir el frío vapor en el vello de los antebrazos. Le apeteció comer. No, no le gustaba nada de lo que veía, así que se limitó a beber agua, que nunca viene mal. Girando sobre sí misma, cruzada de brazos, se dio una vuelta por la casa, buscando alguna fuente de la que emanase algo de entretenimiento.
Mientras reptaba con sus zapatillas estrambóticas por todas partes, trataba de guarecerse de los picores que recorrían todo su cuerpo debido al cambio de sangre, para descubrir que el único lugar seguro al que no podía huir, era su mente. "Maldita alergia", pensó. Pensaba en nada y en todo a la vez. Se acordaba de sus padres, de los amigos, de los amigos de verdad, e hizo un flashback de sus últimos años de vida, para llegar a la conclusión de que se estaba haciendo mayor. Lo notaba, y aunque su madre le repitiera una y otra vez que era una cría, y aunque su padre siguiera ocultándole cosas "de mayores", ella sabía que estaba experimentando un cambio al que no tenía miedo. Se sentía segura de sí misma, poderosa, sentada en su trono agitando su cetro dorado.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, al darse cuenta de que estaba más cerca de formar una familia que de saltar a la comba. Pero aunque echaba de menos aquellos días de niñez, donde su máxima preocupación era saber en qué escondite había puesto sus canicas esa vez, donde nada ni nadie podía afectarle, y ser ignorante era como un regalo caído del cielo, no se sentía apenada. Quizás un poco nostálgica sí.
Abrió la puerta que daba al balcón, y se asomó lentamente, como si hubiese alguien a quien espiar en la cornisa contigua. Era el atasco vespertino, producido por los trabajadores que terminaban su jornada, entre otros. Algunos golpeaban el claxon con furia; otros, más pacientes se limitaban a esperar. ¿Qué otra cosa podían hacer?
El calor se iba a dormir poco a poco, y detrás el Sol, dejando una estela anaranjada a su paso. Así Julia, desde su rincón, se imaginó que los edificios que la rodeaban eran traslúcidos, descubriendo así una hermosa puesta de Sol, más bella que ninguna de las que pudiera recordar. Entonces pensó que quizás no odiaba tanto el Sol, sino que eran diferentes puntos de vista, nada más. Sonrió una vez más, mientras observaba el mundo, desde su balcón...
Y entonces decidí que yo era Julia, con sus más y sus menos...
Espero que os haya gustado :D
Casi siempre historias con un final triste. No es que le gustase que acabasen mal, al contrario; es sólo que imaginar desgracias, ajenas o propias, o lágrimas cayendo a cámara lenta en el suelo de un salón alumbrado únicamente por las brasas de la chimenea le parecía mucho más fácil, que imaginarse a dos patos haciéndose arrumacos en el estanque de un parque soleado. Porque odiaba a Lorenzo. Retorciéndose en el viejo sofá, trató de buscar la postura más cómoda posible, mientras trataba de entender por qué el sol se asociaba a lo bonito, a la felicidad, a la alegría elevada a la enésima potencia. "La lluvia es mucho más versátil", se dijo.
Entonces, cerró los ojos y se sumergió en un húmedo atardecer otoñal, en el que las hojas más atrevidas comenzaban a desprenderse de su árbol, para aterrizar finalmente en el duro suelo, esperando, solitarias, a sus compañeras. Un día oscuro, con esa fina lluvia, casi imperceptible, que poco a poco te moja hasta las entrañas. Pudo ver entonces a dos jóvenes cogidos de las manos, acariciándose con los ojos. Ella, pelo moreno y rizoso, empapada hasta las pestañas, con el flequillo cubriéndole toda la frente, y las mejillas rosadas. Él, muchacho apuesto, con aspecto protector, le quitaba el pelo de la cara de vez en cuando, mientras le decía algún que otro tímido te quiero, pero no por ello menos valioso.
Sonrió. Cogió el libro que estaba leyendo desde hacía dos semanas (La tabla de Flandes), y se adentró en el mundo del arte, de caballeros y damiselas, de acertijos y ajedrez durante unos apasionantes... diez minutos, justo el tiempo necesario para terminar uno de los capítulos que había dejado a medias. Julia gruñó levemente, no estaba cómoda en el sofá, así que se levantó. Fue a la cocina, y abrió la nevera tratando de buscar inspiración en ese día tan común, aprovechando para sentir el frío vapor en el vello de los antebrazos. Le apeteció comer. No, no le gustaba nada de lo que veía, así que se limitó a beber agua, que nunca viene mal. Girando sobre sí misma, cruzada de brazos, se dio una vuelta por la casa, buscando alguna fuente de la que emanase algo de entretenimiento.
Mientras reptaba con sus zapatillas estrambóticas por todas partes, trataba de guarecerse de los picores que recorrían todo su cuerpo debido al cambio de sangre, para descubrir que el único lugar seguro al que no podía huir, era su mente. "Maldita alergia", pensó. Pensaba en nada y en todo a la vez. Se acordaba de sus padres, de los amigos, de los amigos de verdad, e hizo un flashback de sus últimos años de vida, para llegar a la conclusión de que se estaba haciendo mayor. Lo notaba, y aunque su madre le repitiera una y otra vez que era una cría, y aunque su padre siguiera ocultándole cosas "de mayores", ella sabía que estaba experimentando un cambio al que no tenía miedo. Se sentía segura de sí misma, poderosa, sentada en su trono agitando su cetro dorado.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, al darse cuenta de que estaba más cerca de formar una familia que de saltar a la comba. Pero aunque echaba de menos aquellos días de niñez, donde su máxima preocupación era saber en qué escondite había puesto sus canicas esa vez, donde nada ni nadie podía afectarle, y ser ignorante era como un regalo caído del cielo, no se sentía apenada. Quizás un poco nostálgica sí.
Abrió la puerta que daba al balcón, y se asomó lentamente, como si hubiese alguien a quien espiar en la cornisa contigua. Era el atasco vespertino, producido por los trabajadores que terminaban su jornada, entre otros. Algunos golpeaban el claxon con furia; otros, más pacientes se limitaban a esperar. ¿Qué otra cosa podían hacer?
El calor se iba a dormir poco a poco, y detrás el Sol, dejando una estela anaranjada a su paso. Así Julia, desde su rincón, se imaginó que los edificios que la rodeaban eran traslúcidos, descubriendo así una hermosa puesta de Sol, más bella que ninguna de las que pudiera recordar. Entonces pensó que quizás no odiaba tanto el Sol, sino que eran diferentes puntos de vista, nada más. Sonrió una vez más, mientras observaba el mundo, desde su balcón...
Y entonces decidí que yo era Julia, con sus más y sus menos...
Espero que os haya gustado :D