Los días generales son de lo más particulares, personales. Son míos, vuestros, y de nadie más.
Cuando estoy yendo por una carretera llena de curvas disfrutando de la tranquilidad que me brinda la ciudad durmiente es cuando me paro a pensar que no hay mejor momento que ese, en ese preciso instante, ya. Es como si caminase por un folio en blanco que se va dibujando y pintando a mi paso, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración hasta ver cual será el próximo acto de mi gran obra. Pero no ocurre nada, simplemente sigo conduciendo bajo la luz del cielo estrellado (¿o era la luna?) con la música de la radio de fondo a la que no presto ni atención, descendiendo lentamente mientras sonrío tóntamente y me digo "Esto es perfecto, todo va bien, soy la persona más feliz del mundo". Y entonces ¡ZAS!, me doy cuenta de que estoy mintiendo, que la radio suena más alta que antes, que lo que ilumina la carretera son farolas eventuales y que el mundo no está en pausa, al contrario, se mueve más rápido cada vez y un día de estos saldré despedida del teatro. No es tragedia, es realismo: tú observas, tú giras a su alrededor. Pero eso no es algo malo, al contrario, mi estado de bienestar no ha desaparecido, aunque se empieza a transformar en un bienestar melancólico. Me siento bien, pero me entristece algo, y no sé qué es.
Salgo del coche y observo desde mi posición todo el paseo de la playa iluminado y oscuro al mismo tiempo. Precioso, espléndido, desearía poder capturar esas vistas, esos sonidos que no apreciamos durante el día y todo, para que al llegar a casa pudiera meterme dentro cual deshollinador. Apoyada en la barandilla es cuando suspiro y me pregunto qué tal estoy, si está todo en orden, si cambiaría algo o lo dejaría igual; si voy y vengo como la marea, a veces suave y a veces brava, o si por el contrario reposo sin inmutarme como la arena, esperando a que alguien me sacuda y me arrastre con él. Supongo que soy una pequeña playa.
Continúo atravesando la ciudad, y en lo que dura un semáforo en rojo observo a los viandantes que vienen y van, y a los otros conductores que aparecen en los carriles contiguos de la avenida. Algunos parecen tristes, otros cansados, otros irradian felicidad y se rien a carcajadas mientras hablan por el teléfono móvil. Entonces, durante esos escasos segundos, trato de averiguar quienes son, sus virtudes y defectos, lo que les deparará el futuro, y sobre todo, por qué nos hemos encontrado justo en ese tramo de la calle. A veces siento que con mirarles expectante no es suficiente, y desearía pitarle a mi coche vecino, bajar la ventanilla y decir: "Quiero saberlo todo sobre ti en quince segundos". La verdad que ni yo misma sabría qué quince segundos escoger de todos los vividos. Quizás ellos estén pensando lo mismo en ese momento. Quizás nos sentimos impotentes mientras vemos que el semáforo de peatones ya parpadea y pronto nos alejaremos, cada uno por su lado. Y no sé por qué a veces me entristecen estas despedidas absurdas.
Camino por mi calle mientras ideo algo con lo que podría mejorar los escasos 50 metros que me separan del portal; pueden ser distintos a los que caminé ayer. Giro sobre mi misma mientras las perspectivas caen sobre mí: nunca había visto el edificio de enfrente desde ese ángulo. Es más, ni siquiera me había fijado detenidamente en ese edificio... tan cerca y a veces tan lejos al mismo tiempo. Tantas vidas alrededor a las que ni siquiera conozco... y ese irrefrenable y a veces molesto deseo mío por querer saberlo todo y no saber nada...
Finalmente me siento en las escalerillas que llevan al portal con los brazos en el regazo y los pies metidos hacia adentro. Si fuera fumadora en este momento encendería un cigarrillo, pegaría una calada mientras fragmentos aleatorios de mi vida pasan por mi cabeza, inclinaría ésta hacia detrás y soltaría el humo poco a poco. Pero no lo soy, así que me conformo con el vaho.
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